jueves, 8 de mayo de 2008

La Hiena de Puszta, Leopold Von Sacher Masoch


La Hiena de Puszta, Leopold Von Sacher Masoch, Editorial Laertes, Barcelona, España, 1982.

Quizá el más violento y el más explícito de los libros de este prolífico autor. Amante de las heroínas de duro carácter y costumbres violentas, en esta novela retrata la crueldad a niveles que alcanzan el crimen. La protagonista, lejana al planteaminto sumiso del personaje de la venus de las pieles, se regodea en hacer sufrir más que en recibir los maltratos. Con evidente tendencia a la provocación del dolor en el otro, es sin duda, un clásico de la literatura erótica del siglo XIX. Practicamente imposible de encontrar es hoy una rareza que la editorial Laertes tuvo a bien dar a conocer en lengua castellana. Texto imprescindible para los fieles lectores de este autor.


"El año transcurrido había bastado a Sarolta para invertir por completo la situación inicial. No sólo se había convertido en la parte más sobresaliente del espectáculo Cibaldi, sino también en la verdadera reina del circo, a quienes todos rendían pleitesía. Y ella, en su papel de ama, abusaba de esa situación sin la menor muestra de debilidad. Incluso la directora, la biliosa Arabella estaba a sus pies.

Como todos los caracteres autoritarios, la amazona abusaba de su poder voluntaria y cruelmente, porque ese era su objetivo: vengarse de todo el mundo y no dejar pasar ni una sola ocasión en que pudiera hacerlo.

Cuando decimos que Arabella Cibaldi estaba a sus pies no estamos utilizando una metáfora, puesto que era así literalmente. Ella era la encargada, cada noche, después de la representación, de ir a su camerino a sacarle las botas. En agradecimiento y como pago por tal servicio, recibía la mayoría de las veces una serie de bofetadas combinadas con latigazos cuando no era un puntapié que la arrojaba al suelo.

Sarolta no se separaba nunca de su látigo. De este modo reafirmaba su podería y satisfacía su crueldad. La fusta era su cetro y con él reinaba en el circo Cibaldi. Todos la habían probado. Mucho o poco. Porque todos, bien fuesen artistas o empleados, el caso es que se habían convertido en sus esclavos y no existía diferencia en el trato que recibían de ella. Se empujaban unos a otros para poder abrirle la puerta del establo o ayudarle a bajar del caballo. Cada uno intentaba adivinar sus menores deseos y trataba de contentar a aquella criatura magnífica.

¡Y pobre del que se rebelaba, intentaba zafarse del castigo o tan sólo mostraba su impaciencia! La amazona, tal como hemos referido, disponía de la total confianza del director y siempre le daba la razón en cualquier caso que pudiera presentarse.

En esas condiciones, los que habrían deseado mostrarse reacios, no tenían más remedio que contentarse y poner buena cara porque sobre ellos pesaba la amenaza de ser despedidos. Y la fama de los Cibaldi era tan enorme entre la gente de circo que ninguno de sus rivales se atrevería a contratar a un artista que hubiera sido despedido del mismo.

De modo que el guante de terciopelo de Cibaldi y la mano de hierro de la Sarolta aseguraban una total impunidad y ésta podía hacer reinar (y, desde luego, no se privaba de hacerlo) su implacable ley sobre aquel hato de infelices inferiores.

Una de las víctimas favoritas de la dominadora, era M. Jacques, el pequeño payaso. No le había perdonado nunca la tiranía que había tratado de imponerle en sus primeros pasos en el circo. No olvidaba que aquel ser repugnante no le había ahorrado nunca, cuando era totalmente incapaz de poder defenderse, ni una sola afrenta o humillación. Y ahora que era la más fuerte, no dudaba en tomarse la venganza.

M. Jacques era demasiado débil para resistir a semejante mujer. El carácter malvado y ácido que exhibía de continuo no era más que una defensa de su enorme cobardía. Sarolta se encargó, pues, de humillarlo convenientemente. Con el fin de que supiera hasta qué punto llegaba su desprecio le utilizó como camarero y criado para todo. Incluso le tendía el pie enfundado en la bota enlodada y le exigía:

“¡Lámelas! ¡Limpíalas!”.
Y cuando este se inclinaba, insistía en tono cortante:

“Así no. Ponte de cuatro patas; como un perro”.

Este obedecía y con la lengua se aplicaba en la limpieza de las botas hasta que conseguía arrancarles brillo.

Otras veces, llevando más lejos aún su humillación, le obligaba a desnudarse. La primera vez que le dio semejante orden, el payaso cumplió el mandato conservando tan sólo la prenda interior. Ella se acercó altiva y tras tocar la prenda con la punta de la fusta le ordenó:

“¡Sácate esa bayeta! Lo que puedes enseñar no corre el peligro de asustarme o hacerme enrojecer”.

Obedeció éste, como obedecía a todas sus órdenes. Y esa servidumbre era como un lenitivo sobre la herida abierta que Sarolta llevaba en el corazón y en el vientre.

Una vez desnudo y visiblemente avergonzado por encontrarse así, tuvo aún que soportar la mirada fija y ostentosa de Sarolta deteniéndose despaciosamente en las nalgas semejantes a manzanas pochas, en los muslos escurridos y llenos de pelos y en el pene, tan escuálido que parecía querer pasar desapercibido.

Sarolta rió cruelmente al verle así y seguidamente le ordenó:

“Prepárame el baño; después me ayudarás a desvestirme”.

Con una semisonrisa despreciativa en los labios iluminados de un carmín que nada debía al maquillaje esperó a que éste cumpliera los preparativos. Como en toda verdadera dominadora, la sensualidad era inseparable de su dureza y de su actitud hacia el ser inferior que torturaba, tratando de llevarlo al límite de su excitación, pero sin dejar que ésta cediera al alivio del goce. Al menos el de su miserable compañero de escena. Porque por lo que se refiere al suyo, hacía ya tiempo que la amazona había descubierto el poder de sus propios dedos y todo el partido que podía sacar de los movimientos adecuados efectuados diestramente entre sus muslos.

Los dedos de M. Jacques, por el contrario, se hacían torpes al enfrentarse al cierre y abotonaduras del vestido de la amazona. Por fin, pudo retirarlo y cayó la prenda al suelo. Pero contrariamente a lo que un espectador que no estuviera al corriente podría imaginar, no fue la mujer la que experimentó embarazo por la situación de encontrarse en un desorden encantador, ofreciendo sus encantos a la codicia del macho, sino éste, por completo humillado y a merced de aquella mujer semidesnuda que le arrojaba su desprecio y a la que no se atrevería a tocar sin haber sido autorizado a ello. Además, el payaso era tan poco viril que en realidad aquella situación apenas representaba peligro para una criatura como Sarolta.

No le ocultó ninguna parte de su cuerpo y le obligó a retirar cuantas prendas fue preciso hasta que estuvo totalmente desnuda.

Actuando con toda soltura, la mujer entró en el baño con gracia que igualaba a la de Venus y siempre, claro es, bajo la mirada desorbitada del esclavo que apenas daba crédito al ver a una criatura tan escultural. No, no era Venus; era Juno, con una figura firme y poderosa.

“¡Acércate! Le ordenó, irritada por la insistencia de aquella mirada legañosa que se deslizaba por su silueta como la baba de una babosa… acércate y coge la esponja. Enjabóname. ¡Haz algo útil, por lo menos!”.

Naturalmente hizo lo que se le ordenaba. Pero con mucha torpeza y negligencia, no atreviéndose a a frotar con energía por temor a irritar aquella piel tan frágil, por temor a irritar a su ama y que se le impidiera continuar gozando de semejante privilegio… aunque éste sirviera para humillarle y demostrar que era menos que nada en el aprecio de la amazona.

Cuando hubo terminado con la parte superior del cuerpo ella se puso de pie en la bañera y ofreció las partes más secretas a las investigaciones y actuaciones del payaso.

“¡Venga! ¡Sigue! Se exasperó cuando la mano se detuvo indecisa y llena de jabón sobre el monte de Venus, abombado y suave como el plumaje de una paloma. ¿O es que las chicas que frecuentas ignoran los cuidados y limpieza que merece el instrumento del amor y que éste debe encontrarse siempre en estado impecable?”.

Con el fin de facilitarle la labor o, quizás, para acabar más rápido, se abrió de piernas colocando una de ellas en el borde de la bañera. De este modo pudo él continuar su labor, frotar con ardor la hendidura, apartar los pétalos que la ocultaban y hundir dos dedos en el canal, estrecho todavía, para que no sólo lo que estaba a la vista sino también el interior quedara totalmente limpio.

Muy segura de sí misma, con gran dominio de sus reacciones y haciendo con ello un nuevo desprecio al enjabonador, su cuerpo no demostró la menor reacción, siquiera un estremecimiento. Aquella mano que violaba su intimidad y que insistía una y otra vez en su clítoris no la excitaba porque era la de un esclavo, menos que un perro para ella y hubiera preferido matarse antes que ceder a un placer que sólo reconocía en el interior de su organismo.

Cuando hubo terminado, para demostrarse su gloriosa insensibilidad, y a modo de agradecimiento le escupió a la cara tratándole de zafio y desmañado.

Para ella fue un placer y una victoria ver como la saliva corría a lo largo de la nariz de su víctima, alcanzaba el labio superior y… como M. Jacques, con los ojos brillantes, la lamía.

Leopold Von Sacher-Masoch, a partir de la traducción de Nicolás Ferrante para Editorial Laertes en su edición de 1982."