viernes, 30 de diciembre de 2011

El Necrófilo, Gabrielle Wittkop


El Necrófilo, Gabrielle Wittkop, Tusquets Editores, 1995, Col. La Sonrisa Vertical.


Cuando vi por primera vez este título, en el año de su edición, pensé en la posibilidad de una obra escrita bajo las premisas cerebrales de Georges Bataille, con una fuerte carga de filosofía, de humor negro y de reflexión. Una vez leído, esto último el libro nunca lo perdió, pues metidos en el tema, la obra va creciendo como una especie de telaraña, nosotros como lectores empezamos en el centro, y vamos acompañando el desarrollo hacia los extremos hasta perdernos en un infinito de posibilidades. Primeramente nos hace replantearnos la ingerencia del amor en nuestras manifestaciones, ¿el amor es bilateral, con efecto de reciprocidad necesariamente? ¿cuándo sólo uno de los amantes se derrite por el otro, es menor o falso el amor? Por demás está decir que es perturbadora la novela, pero con una atmósfera de grandeza permanente, desde la primera línea. Incapaces de concebir como lectores la pasión incontrolable del protagonista por los cadáveres, la devoción, el éxtasis, la inmensa sensualidad que encuentra y que transforma en poesía, sólo nos queda tomar aliento y preguntarnos la manera en que miramos nuestro propio cuerpo. Si entendiéramos los difuntos con amor y pasión sin duda la cultura del cuerpo inerte, sin vida, sería distinta. Nuestra sociedad que todo desecha podría bien ser sacudida hasta la entraña misma en las páginas de esta novela. Gabrielle sin duda pasará a la historia de la literatura universal como una de las más refinadas plumas, basta leer tambien Serenisimo, Asesinato, publicado por anagrama, para apreciar la calidad de su prosa. Todavía me pregunto ¿si acaso en el fondo siempre tuvo el deseo de ser poseída después de muerta, o sería simple juego literario el que ella misma se colocara como personaje de la novela El Necrófilo, solicitando esta gratitud? Nunca sabremos si esta voluntad fue cumplida.


"Durante catorce días, he sido inefablemente feliz. Inefablemente pero no del
todo pues, para mí, la alegría siempre va acompañada de la pena de saberla
efímera, la felicidad lleva siempre, ostensiblemente, el germen de su propio
final. Sólo la muerte —la mía— me liberará de la derrota, de la herida que nos
inflige el tiempo. Con Suzanne yo experimentaba todos los placeres sin
agotarlos. La cubría de caricias, lamía tiernamente su sexo, la montaba
ávidamente, me sumergía en ella una y otra vez, cuando no prefería las
delicias de Sodoma. Entonces Suzanne dejaba escapar un leve silbido que
sonaba a admirativo o amablemente irónico, un soplo que parecía no querer
terminar, una dulce y prolongada queja: Ssss... Una ese como de Sévres...
Suzanne, mi hermoso lirio, la alegría de mi espíritu y de mi carne, fue
cubriéndose de manchas violáceas. Yo multiplicaba las bolsas de hielo. Habría
querido conservar a Suzanne siempre. La conservé casi dos semanas, apenas
sin dormir, alimentándome de lo que encontraba en la nevera, bebiendo a
veces en exceso. El tictac de los relojes y el crujido de los revestimientos de
madera habían adoptado un tono especial, como siempre que la Muerte está
presente. Ella es la gran matemática que adjudica su valor exacto a los datos
del problema".