miércoles, 3 de septiembre de 2008
Solitario de Amor, Cristina Peri Rossi
Solitario de Amor, Cristina Peri Rossi, Grijalbo/Conaculta, Colección Fin de Siglo, México, 1990. 1ª. edición
Uno de los logros expresivos más sólidos en la amplia obra de Cristina Peri Rossi es sin lugar a dudas Solitario de Amor. Novela que en espiral recorre los matices que dan sustento a la pasión erótica. El permanente soliloquio del enamorado, ensimismado en las emociones y sus descubrimientos. Aída es la idealización del objeto amoroso y a un tiempo la negación de ese ideal. A semejanza de las heroínas de las novelas de Sacher-Masoch, Aída es una mujer que controla el rumbo y destino final de la experiencia erótica. Muestra una sutil, casi dolorosa negativa a volverse el sueño de alguien, opta sin embargo por ser ella quien devela, matiza, inventa y reinventa la realidad de la carne. Posesiona y da sello de propiedad el cuerpo que desea. El cuerpo femenino es el máximo protagonista. Visto con los ojos del sueño, la humedad, el corazón, el pecado, la metáfora, el cuerpo se vuelve un calidoscopio infinito. Asistimos a la confesión, al asedio, al anhelo de un innominado narrador que busca rastrear las perfumadas tarjetas que la hembra va dejando por los laberintos de la memoria y el deseo. Rastros que sólo sugieren, pero que nunca escapan de la voluntad de Aída, nunca van más allá de lo que la pasión le permite. Una atípica pareja: ella condicionante, el condicionado; donde los roles se invierten, ella domina, exige, controla, mientras él recibe, se conforma, suplica. El mismo narrador lo encierra en una frase: “Aída y yo: diversos y semejantes como quien se mira en un espejo”
“Mojo tus pezones con mis dedos húmedos de leche. Sobre las dos hélices rosadas, grandes, auroleadas, el líquido blanco se derrama, cuelga, como la gota de miel en el higo morado, maduro. Abro la boca como un pez asfixiado. Mis dedos giran en torno a tus pezones, que se hinchan y endurecen, piedras paleolíticas. Abro la boca como un condenado a punto de morir. Tú me miras hacer con extrañeza, como se mira a un hijo que balbucea incomprensiblemente. Tú me miras con condescendencia, pobre loco que no llegó a crecer, pobre huérfano, pobre desamorado, destetado, pobre hombre sin pezón, sin leche, sin maternidad. Al fin, con infinita ternura, tomas mi cabeza entre tus manos (tengo el pelo mojado, los dedos mojados, las mejillas húmedas, los labios inflamados), la colocas suavemente entre tus pechos, te llevas una mano al seno, lo recoges entre tus dedos, inclinas el pezón sobre mi boca, yo gimo como un recién parido, como un cachorro hambriento y me das de mamar.” Pág. 41
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