lunes, 17 de marzo de 2008

Los dijes indiscretos, Denis Diderot


Los dijes indiscretos, Denis Diderot, Libros Hiperión, España, 1988


Denis Diderot nació en el este de Francia, en la ciudad de Langres el 5 de octubre de 1713 y comenzó su formación en el Colegio Jesuita. En 1732 consiguió ser maestro de artes en grado de filosofía. Abandonó la idea de entrar en el clero y decidió instantáneamente estudiar leyes, aunque por poco tiempo. En 1734 decidió ser escritor lo que produjo el enfado y rechazo de su padre, por lo que Diderot comenzó una vida bohemia que se alargaría diez años.

En 1743, se casó con Antoinette Champiom, una devota católica. El enlace fue considerado inapropiado por la posición social de ella, unido a su pobre educación y carencia de dote. De este matrimonio nació una hija, Angelique. Tras la muerte de la hermana monja de Diderot, afectó a la opinión de la religión de éste.

Diderot mantuvo relaciones con la escritora Madame Puisieux y con Sophie Volland, con la que estuvo constantemente hasta el final de su vida.

Fue muy reconocido por sus obras y se vio recompensado este trabajo al ser elegido miembro de la Academia Francesa. No se enriqueció económicamente por sus obras ya que al proporcionar una dote para su hija, no tuvo otra alternativa sino la de poner en venta su biblioteca.

Cuando Catalina II de Rusia, (1729 - 1796), activa escritora de cartas a Madame Geoffrin, (1699 - París 1777), conoció sus estrecheces económicas mandó un agente ruso a París para comprar su biblioteca. Diderot fue invitado en el invierno de 1773 a la corte de San Petersburgo donde pasó algunos meses siendo consejero de la zarina. De Diderot, vehemente en sus conversaciones con gente importante e influyente decía la zarina de Rusia: "Termino mis conversaciones con él con los muslos macerados y negros de cardenales. De modo que me he visto obligada a colocar una mesa entre él y yo".

Murió en París a causa de enfisema y edema el 31 de julio de 1784 y fue enterrado en la Iglesia de Saint-Roch. Sus herederos enviaron su vasta colección de libros a Catalina II, quien tuvo que depositarla en la Biblioteca Nacional de Rusia.

De los dijes indiscretos, obra que escribio en la juventud, se observa una profunda ironía y una necesidad que acompaña al hombre del siglo XX: la de que el sexo hable. Antecedente remoto de los monólogos de la vagina, los dijes indiscretos, fantasean ante la posiblidad de la existencia de un anillo mágico, que provoca que la vagina que éste señale, comienze de manera incontrolable a contar hasta el más mínimo detalle de su historia erótica, el sexo hablando y mnifestando sus gustos y desgracias, sus glorias y sus olvidos. El congo, lugar exótico donde transcurre la novela, se vuelve el caos, nadie está a salvo, ningún secreto será por mucho tiempo guardado. Las infidelidades saldrán a la luz sin remedio. En vano será la utilización de bozales para las vaginas parlantes. Extraordinaria muestra de imaginación, esta obra se encuentra entre las grandes novelas eróticas del siglo XVIII.

"Cypria quería que la tomasen por rubia. Su piel amarillenta, pintarrajeada
de colorete se parecía bastante a un tulipán multicolor. Tenía los ojos saltones,
era corta de vista, baja, con la nariz afilada, la boca vulgar, los pómulos
salientes, las mejillas hundidas, la frente estrecha, el pecho plano, las manos
secas y los brazos descarnados, y con estos atractivos había embrujado a su
marido. El sultán dirigió hacia ella su anillo y enseguida se oyó cómo se aclaraba
la voz. La asamblea creyó que Cypria iba a hablar por la boca, que iba a pronunciarse,
pero se equivocó, porque fue su dije el que comenzó así:
«—Historia de mis viajes.
»Nací en Marruecos el año 17 000 000 012 y era bailarina en el teatro
de la Ópera cuando Mehemet Tripatoud, que me mantenía, fue nombrado jefe
de la embajada que nuestro poderoso emperador envió al rey de Francia. Me
fui con él, pero como los encantos de las francesas me arrebataron enseguida a
mi amante, busqué inmediatamente el desquite. Los cortesanos, ávidos de novedades,
quisieron probar a la marroquí (así llamaban a mi dueña), que los trató
con mucha benevolencia, y gracias a su afabilidad, les sacó en seis meses veinte
mil escudos en joyas, otro tanto en dinero y una casita amueblada. Pero el
francés es voluble, y pronto pasé de moda. No me apetecía representar por provincias
después de pasar por los grandes talentos en los más colosales teatros,
dejé partir a Tripatoud y me dirigí a la capital de otro reino."

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